Reflexiones poéticas en torno a la gran madre y a nosotros en ella

 

Cuerpo humano

Engranaje

Paradoja

o inspiración

 

En mil fragmentos

Frecuencias errantes

Enaltecidas, elevadas y densas como barro

 

Recordar lo uno en la muerte no es suficiente

Los fragmentos dejan partes en sombra

Iluminarlos recuerda el dolor de la brasa

Hasta que nos fundimos totalmente en la ceniza

 

No somos fragmentos desperdigados

El fuego central los convoca magnético

Si solo fueramos -otra vez-

como la tierra que olvidamos

 

No, no es posible acceder a la reunión total

Ni a la aceptación total

Ni a integración alguna sin ser tierra,

Sin volver a ser tierra

Una y otra vez hasta formar una cuenca, una vasija, un cáliz

 

La mente no juega en este terreno

La tierra responde a la guía que se le presenta,

antes de ser cuenca

Como si tuviéramos que ir a corregir un desvío del orden

 

Olvidé cómo ser tierra

Olvidé que no soy huérfana

 

Nuestra gran madre silenciosa y silenciada

Permanente a pesar de la necedad de sus hijos

Quedó en pausa

Sosteniéndose en su giro

Creando con el cielo

Siguiendo su naturaleza

Sin esfuerzo alguno

Siempre ahí

Lista para continuar creando la vida

En flujo

En ciclos

 

No pudo estar nuestra gran madre cuando llegamos a este mundo

No nos enteramos de su cobijo y sostén total, ni de su nutrición, ni de su belleza que refleja la nuestra

Llegamos en un tiempo en que la gran madre había sido despojada de sus cualidades naturales

 

Fuimos presos de un hechizo poderoso

Que nos despojó de la verdad, nos dejó dormidos por miles de años.

Durante ese tiempo vivimos guerras, crueldad, hambre, sufrimiento, abandono, odio, miedo.

Sin la gran madre una parte nuestra quedó sepultada; nuestra natural vulnerabilidad y la confianza para entregarnos a ser contenidos, acunados, nutridos; y para dar lo mismo.

Quedó sepultada nuestra capacidad para percibir el flujo de abundancia que es parte del movimiento natural de la existencia, para vincularnos desde ese dar y recibir.

Quizás sea esa complejidad la que nos desafía con estas consecuencias, que nosotros mismos en la experiencia terrenal fuimos creando desde una necesidad que hoy tiene oportunidad de resarcirse, de contemplarse… sin juicio, para hacerlo diferente en este presente.

El espíritu tiene la fuerza suficiente –la de la vida misma- para transmutar, es fuego. Para ver, para iluminar y quemar lo que ha de morir y ser abono para la nueva tierra.

De modo que es importante acompañar el morir.

Está muriendo un modo de vivir conocido, está acabando un ciclo en la historia humana.

Salir del hechizo, acompañarnos en este morir ya nos da la posibilidad para habitarnos como hijos amados y bendecidos por la existencia de la gran madre

Agruparnos para aprender a amarnos, intercambiar lo que hemos llegado a saber, a comprender… a ver si a otro le sirve.

Entender y recordar también que mientras morimos, en algún punto vislumbramos, atisbamos a ratos las posibilidades del  nuevo tiempo, del ciclo que aún no inicia pero en un momento lo hará. Cuidar eso, esa la luz, la llamita interior que necesita mantenerse a toda costa si lo que vinimos a hacer acá es preservar la vida con respeto y consciencia de sus ciclos.

 El mismo fuego que nos adhiere a las experiencias como si fuésemos maderos de una fogata, experiencias en comunidad, experiencias  con otros, experiencias alquímicas… También el que acepta la muerte en destello, muerte y consciencia, no hay una sin la otra, morir es ver. También el sol, la causal cósmica de la vida en la tierra. El espíritu que nos anima, su encuentro con el resto del gran espíritu, la fusión total, el uno.

 

Distinguir niveles de consciencia nos permite entrenarnos, si queremos, en aquello que observamos necesario en cada caso.

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